Desde el Antiguo Egipcio y la Antigua Grecia, los pensadores creyeron poder adivinar, mediante una simple medición de la cabeza, la personalidad, inteligencia y aptitudes de una persona. Esta idea alcanzó su auge en el siglo XIX, cuando se convirtió en ciencia e incluso se llegó a creer que la predisposición a actuar con maldad estaba reflejada en el cráneo. En la actualidad, sabemos que la Frenología (que así se llama esta disciplina) carece de sentido y, para que veáis hasta qué punto, hoy la tratamos en Medciencia.

El instinto del amor según la frenología

Desde hace ya varios milenios, muchos artistas han creído ver en la cabeza un espejo de la personalidad de la persona. Por ejemplo, en las esculturas antiguas el diseño de la cabeza dependía de lo que se quería representar. Así, la cabeza de Venus, diosa del amor, no podía ser la misma que la de Minerva, que encarnaba la sabiduría. Ya en la Edad Media, esta idea se extendió a la ciencia y comenzaron a relacionarse regiones cerebrales con distintas facultades humanas como el sentido común, el juicio, la fuerza motriz o la memoria.

A finales del siglo XVIII, Franz Joseph Gall, un anatomista alemán, estaba convencido de que las facultades mentales residían en zonas diferentes del cerebro. Hasta aquí, podría considerarse un adelantado a su época. Sin embargo, también aseguraba que esto debía dejar rastro en el cráneo, y por ello fundó la Frenología, por la que podrían deducirse el carácter y la personalidad de una persona atendiendo a su cabeza y sus facciones.Sus estudios comenzaron mientras era profesor, cuando se dio cuenta de que los alumnos con ojos saltones tenían una destacada memoria verbal.

A partir de aquí, observó y midió los cráneos de matemáticos, poetas, pintores y criminales para así establecer patrones que pudieran justificar su teoría. Uno de sus trabajos más famosos lo hizo sobre una joven viuda que, por su estado, experimentaba de vez en cuando ataques nerviosos que le producían ninfomanía. Según testimonio de la mujer, todo ello venía acompañado por calor en la nuca. En su observación, Gall descubrió que, efectivamente, poseía esta zona más larga de lo normal. Para profundizar en este hecho, se fijó en hombres cuyo deseo sexual era muy pronunciado y los comparó con aquellos no excesivamente pasionales. Según su testimonio, en todos los casos los primeros tenían una nuca muy desarrollada, mientras que los segundos estaban en la normalidad. Así, este científico llegó a la conclusión de que en la nuca, y más concretamente en el cerebelo, residía el instinto del amor. 

Los 38 órganos del cerebro según la frenología

Gracias a investigaciones como esta, Gall y el resto de frenólogos terminaron descubriendo hasta 27 órganos dentro del cerebro, que algunos ampliaban a 38. De ellos, 10 eran los responsables de los instintos, 12 de los sentimientos, 14 de las facultades perceptivas y dos de las reflectivas.

Los instintos o impulsos ocuparían la zona más inferior del cráneo. De ellos destaca, como ya hemos comentado, el del amor (denominado amatividad). Otros ejemplos de instintos son la secretividad (hipocresía), la alimentividad (gula) o la adquisividad (avaricia). De este modo, los frenólogos afirmaban que tener una región concreta de la sien más grande de lo normal era signo de propensión a cometer robos, puesto que aquí residía la adquisividad. Los sentimientos se situarían en la zona media del cráneo y algunos de los más destacables son la dulzura, la maravillosidad o el buen humor, situado en la frente.

Esta rocambolesca teoría llegó a ser muy popular en Europa hasta la década de 1840, sobre todo entre las clases medias y bajas. En sus aspectos más negativos, sirvió como justificación al racismo imperante de la época al afirmar que la raza amerindia, a la que pertenecían los nativos americanos, era inferior a la europea. La Frenología perdió su condición de ciencia cuando Paul Broca descubrió, esta vez a través del método científico, la verdadera zona en la que reside el lenguaje. Desde entonces es considerada una pseudociencia. Sin embargo, Franz Joseph Gall aportó grandes descubrimientos a la neurociencia moderna, como las diferentes funciones de la materia gris y blanca en el cerebro.

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